Los funerales de la Mamá Grande.
En “Los funerales de la Mamá Grande”, el autor, entrelaza diferentes historias del pueblo de Macondo en 1962. En la primera historia “La siesta del martes” encontramos a una madre con su hija, ésta parecía demasiado vieja para ser la madre de una niña de doce años, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana (pág. 10), que viajan en tren hacia Macondo a visitar la tumba de su hijo y hermano, Carlos Centeno, ladrón (pág. 15), único varón de la familia y no era reconocido en el pueblo, era un hombre muy bueno desde el punto de vista de su madre (pág. 17), se tuvo que sacar todos los dientes ya que antes era boxeador (pág. 18), éste había muerto al intentar robar en la casa de la señora Rebeca Buendía, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches (pág. 16). Cuando llegaron a la Iglesia, éstas fueron recibidas por una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes (pág. 13)y era soltera. (pág. 14) Las hizo esperar en una angosta sala de espera que era pobre, ordenada y limpia. […] Detrás estaban los archivos parroquiales. (pág. 14) Luego de un largo rato de espera apareció el sacerdote al que el pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos y era el hermano de la mujer que había abierto la puerta. Les dio la llave de la tumba y se retiraron. A Carlos Centeno lo había matado la señora Rebeca.
Rebeca, una viuda amargada también toma protagonismo en “Un día después del sábado” cuando descubrió que sus alambreras estaban rotas. Por ese motivo se dirigió a la alcaldía a dar cuentas del atentado, pero cuando llegó descubrió que el alcalde estaba reparando las alambreras municipales. Al hablar con el alcalde, peludo y con una solidez bestial, (pág. 96) le dijo que no eran personas las que rompían el alambrado sino que eran pájaros. Todo el pueblo estaba impresionado por la mortandad de los pájaros salvo Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero que era el pastor de la parroquia que a los 94 años aseguraba haber visto al diablo 3 veces (pág. 98). Era un hombre de costumbres regulares […], no hacía nada salvo decir misa (pág. 102). Era pacífico y servicial que andaba por las nebulosas (pág. 99). El cura enredado en una maraña de ideas confusas atribuyó la mortandad de los pájaros a parte de la Apocalipsis. Posteriormente habló de la llegada del judío errante.
El Padre Antonio iba a la estación de trenes diariamente después de almorzar, nunca subía ni bajaba nadie pero ése sábado bajó un muchacho apacible con aspecto de tener hambre, fue al Hotel de Macondo, pidió un almuerzo rápido pero igual perdió el tren y pasó la noche ahí. Al día siguiente fue a misa. El cura se puso contento al ver que había entrado el forastero y había más gente en su misa y mandó al acólito a pedir limosna con el pretexto de desterrar al Judío Errante pero en realidad le dio el dinero al muchacho para que se comprara un sombrero nuevo.
En “Un día de estos” se menciona nuevamente al alcalde. Don Aurelio Escobar, dentista sin título y buen madrugador, rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación como la mirada de los sordos (pág.21) estaba trabajando en su gabinete. El mismo era pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre) (pág. 23). Su hijo de once años le dijo que el alcalde preguntaba si le sacaba una muela, simuló no estar pero de todas formas el alcalde insistió amenazándolo con pegarle un tiro, y a él no le importó. Apareció el alcalde y lo atendió, le dijo que tenía que ser sin anestesia porque tenía un absceso. Le sacó su muela y se fue. La cuenta se la podía cargar a él o al municipio ya que era la misma vaina.
En “En este pueblo no hay ladrones” Dámaso, un señor de 20 años, con un bigote lineal cultivado no sólo con un secreto espíritu de sacrificio sino también con cierta ternura (pág. 32), tenía unos diáfanos ojos de gato (pág. 33), era un ladrón y un embustero (pág. 35), regresa al amanecer y su esposa lo esperaba despierta en su cama. Dámaso había robado el bar del pueblo donde sólo había unos centavos, por lo que robó las bolas de billar. A la mañana siguiente la gente no hablaba de otra cosa y don Roque, el propietario del billar dijo que habían robado 200 pesos además de las 3 bolas, cosa que era mentira. El lugar se había tornado totalmente aburrido ya que lo único que realizaban allí era jugar al billar y escuchar el partido de béisbol pero en algún momento este partido terminaría y no tendrían nada que hacer. La policía culpó a un negro forastero del hecho. Dámaso, al que Ana, su esposa, una mujer encinta de seis meses (pág. 27), mayor que él, de piel muy pálida, y sus movimientos tenían esa suave eficacia de la gente acostumbrada a la realidad (pág. 31), llamó Jorge Negrete se peleó con ella por el dinero y se fue a un salón de baile y estuvo con una muchacha, ella le aseguró que el negro no era culpable ya que Gloria, otra de las muchachas del salón, había estado con él la noche del crimen, y por ser cómplice la encarcelaron a ella también. Dámaso quería hacer negocios con las bolas pero obviamente en ese pueblo no podía porque se darían cuenta que él era el ladrón. Con respecto a esto su mujer lo trata de convencer de que devuelva las bolas pero acordaron que las devolverían cuando fuese el momento indicado. Una noche en la que Dámaso fue al salón de baile se emborrachó tanto que al salir del lugar corrió hacia su casa a buscar las bolas para devolverlas, su mujer trató de detenerlo de todas formas pero terminó esperándolo en la cama como en su primer robo. Al llegar al lugar Dámaso devolvió las bolas y don Roque lo descubrió y le reclamó los 200 pesos pero Dámaso le aseguró que no había nada.
En “La prodigiosa tarde de Baltazar” narra la historia de un carpintero llamado Baltazar que tenía una falsa expresión de muchacho asustado, 30 años, vivía con Úrsula hacía 4 años sin casarse ni tener hijos (pág. 70), que realiza una jaula de alambre con tres pisos interiores […] fábrica de hielo, que había sido encargada por el hijo de José Montiel, Pepe, tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre. El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, ofrece comprarle la jaula para su esposa inválida, pero Baltazar se niega porque ésta ya había sido encargada. Cuando el carpintero fue a entregarle la jaula a Pepe, su padre, Chepe Montiel, niega pagársela y por los caprichos de Pepe, Baltazar decide regalársela. Para festejar se embriagó tanto que quedó tirado en la calle, lo desvalijan y las mujeres que pasaron para la misa no se atrevieron a mirarlo creyendo que estaba muerto.
En “La viuda de Montiel” muere Chepe Montiel, todo el pueblo se sintió vengado menos su esposa. Algunos no creían de su muerte, no creían cómo José Montiel había muerto de muerte natural. Su esposa juraba verlo morir de viejo en su cama, pero se equivocó, murió en su hamaca un miércoles a las dos de la tarde a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido.
Su esposa pensaba: “Me encerraré para siempre”, “Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo”. Era sincera (pág. 85). Lo único que quería era morir, no tenía contacto con el mundo exterior y su único contacto eran las cartas con sus hijas. Una noche estaba en su cama rezando con su rosario en la mano y apareció la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó: “¿Cuándo me voy a morir?” y le dijo, “Cuando te empiece el cansancio del brazo” (pág. 93). La Mamá Grande apareció como signo de muerte, en ése momento muere la esposa de Montiel.
En “Rosas artificiales” cuenta la historia de una joven llamada Mina que esta lista para ir a la comunión del primer viernes con un vestido sin mangas, al buscar las mangas, la ciega le dice que las había lavado el día anterior y estaban mojadas. Se las puso húmedas y partió a misa. A los quince minutos volvió diciendo que su ropa estaba sin planchar y sus mangas húmedas y que no podría ir así. La ciega sabía que no era eso lo que le pasaba. Fue a su habitación, sacó unas llaves que tenía muy bien guardadas y abrió unas cajas en las cuales tenía unas cartas importantes para ella y las tiró al excusado. Luego se puso a realizar su trabajo, flores artificiales con la ayuda de Trinidad que era experta en el rizado de pétalos. La ciega le preguntó a Mina que le pasaba en verdad como si pudiera verla y la joven le contestó con vulgaridad.
En la última historia que da referencia al nombre del libro, “Los funerales de la Mamá Grande” cuenta la muerte de María del Rosario Castañeda y Montero dueña de gran parte de Macondo inclusive de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y tenía además un derecho heredado sobre vidas y haciendas (pág.145), por lo cual todos tenían que pagarle el alquiler por el uso de los mismos. Asistieron al funeral, sus sobrinos, esperando por la herencia, el Sumo Pontífice, el Presidente de la República, calvo rechoncho, anciano y enfermo al que prácticamente nadie conocía y prácticamente todo el pueblo. Muchos de los allí presentes pudieron comprender que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época en la cual todos podrían ejercer su obligaciones con plena libertad y criterio, ya que el desmesurado dominio de la Mamá Grande había dejado de existir.
Aquí también aparece el párroco Antonio Isabel que también toma presencia en el cuento “Un día después del sábado”.
Sol Iribarren
25/05/2010
Editorial Sudamericana
Edición Debolsillo, 2008.